lunes, junio 05, 2006

Mohamed Bilal Achmal, eclosión tetuaní

Pedir disculpas a los representantesde la «España esencial»
Mohamed Bilal Achmal
Un testimonio desde la otra orilla
El pasado 25 de abril se cumplieron ciento dos años del nacimiento de María Zambrano (Vélez-Málaga 1904-Madrid 1991). Leyendo y releyendo la obra de esta emblemática figura del pensamiento español contemporáneo, como la de otras figuras del mismo, no puedo evitar un sentimiento de «culpabilidad» hacia ella e hacia su generación por el gran daño que les produjo la guerra civil española iniciada en 1936. Si bien esa guerra fue un drama especialmente para todo el pueblo español, lo fue también para toda la humanidad; pues tuvo repercusiones sobre el mundo entero y, de modo singular, sobre Marruecos por el hecho de que sus hijos desempeñaron un importante papel en los acontecimientos bélicos.
A veces, me parece que todo ocurrió en un tiempo remoto, quizá porque yo todavía no existía. Yo nací veinticuatro años más tarde. Y, sin embargo, siento a menudo como si todo hubiese ocurrido ayer mismo y que yo formase parte de lo sucedido, desde el primer día de la contienda hasta el instante mismo en que acabó la guerra.
¿Será debido a un sentimiento de «unidad de destino» por lo que me encuentro ligado a aquel hecho dramático y por lo que me siento, además, corresponsable de sus males? ¿O será por el fuerte compromiso con una noble causa, como es la causa de la libertad, la democracia y la justicia que –a mi entender– supo mantener el bando republicano durante los terribles años del conflicto en contra de unos ambiciosos pretendientes al poder?
¿Será porque soy hijo de un militar que perteneció al Grupo de Regulares de Infantería Tetuán n° 1, enrolado en el alzamiento del 18 de julio y que, en mayor o menor medida, tuvo su parte de responsabilidad en los hechos?
Pienso que se debe tanto a unas razones como a otras: mi condición, por un lado, de intelectual comprometido con los valores humanos más nobles, y por otro, mi condición de hijo de un excombatiente en las fuerzas que aniquilaron aquellos valores, están detrás de estos sentimientos de responsabilidad que me asaltan cada vez que se me ocurre volver la mirada a los sucesos de la guerra civil española.
Uno de los hechos, tal vez, más dramáticos fue la fractura irremediable de la columna vertebral española que toda una generación había elaborado antes con tantos sacrificios. Me refiero a la trayectoria cultural enriquecida por un Federico García Lorca (1899-1936) en la poesía, por un García Morente (1886-1942) en la filosofía, por un Manuel de Falla (1876-1946) en la música, por un Picasso (1881-1973) en la pintura y por varias figuras más de la radiante cultura de aquella España malograda del 36.
El drama de la Guerra Civil puso fin a aquella brillante trayectoria, condenándola a desaparecer, a exiliarse, o a esfumarse en el caos. Pensar en el papel que mi padre tuvo en esa feroz eliminación de todo cuanto se había logrado me pone nervioso, hasta el punto de desear que las cosas no hubieran ocurrido como ocurrieron, desear que mi padre hubiera formado parte del ejército republicano o de las famosas Brigadas Internacionales que defendieron Madrid con el legendario «¡No pasarán!».
No puedo evitar sentir pena ante la muerte de Antonio Machado (1875-1939) en Collioure, consecuencia dramática de su exilio forzoso tras la derrota del poder legítimo de la República. Una pena aumentada por el hecho de que el gran poeta, ya enfermo, se pareciese físicamente a mi padre cuando, muchos años después, padecía la enfermedad que le llevó a la muerte en 1986. Ambos se parecían en el rostro, pero no en el destino: uno era el vencedor, el otro era el vencido. Paradójicamente, ambos acabaron sus días sin saber quién era de verdad el vencido ni quién el vencedor.
«El sentimiento trágico de la vida» me impregna todavía cuando me sumerjo en la labor filosófica de la España vital de un Ortega y Gasset (1883-1955), o de la «España inédita» de un Unamuno (1864-1936), o la «España del fracaso» idealizada por una María Zambrano... entre otros.
Tampoco puedo permitirme el privilegio de tener la conciencia tranquila cuando recuerdo las amargas circunstancias de un Unamuno agonizando en la Salamanca de su vida tras haber presenciado la sentencia de muerte contra los valores de la cultura dictada por el militarismo en boca de un Millán Astray ebrio de triunfo, abanderado de la necrofilia. El sabio salmantino podría haber sido agredido por mi padre, presente en aquella «Fiesta de la Raza» anticulturalista.
Lo de Ortega y Gasset es el sufrimiento en persona. Aunque su exilio fue algo menos dramático que el de los demás intelectuales, su muerte fue más «radical» pues nunca llega a ser lo que habría merecido ser; en la España del «pronunciamiento militar», cosecha otra decepción similar a la experimentada, años atrás, con la República. Revisar los hechos de la guerra incivil –como diría el catedrático de Filosofía del Derecho Elías Díaz– no me produce tranquilidad cual si nada hubiera ocurrido; más bien todo lo contrario.
Las fechas de la reciente historia española y, de manera muy particular, de los años treinta, tienen para mi un significado dramático muy intenso. No en vano mi historia personal empezó en aquellas fechas. El alistamiento de mi padre en el ejército del entonces Protectorado Español en la Zona Norte de Marruecos, su aventura en los años sangrientos del 36-39 y luego sus repetidas actividades en la sierra asturiana persiguiendo focos de resistencia «roja», marcaron mi vida y la de los míos.
Recuerdo cómo, siendo yo un niño, mi padre me narraba sus hazañas en el Alcázar de Toledo, en Talavera de la Reina o en Ciudad Real. Siempre me he preguntado en qué consistió aquel íntimo orgullo que sentía cada vez que recordaba la Cruz Laureada de San Fernando que le fue concedida en 1938 por su comportamiento durante los combates en la madrileña Ciudad Universitaria –¡Qué pena!–.
Cada hecho, cada suceso de la larga «harka» contra los «rojos», me hace sentir, a diario, la discordia ideológica que existió entre mi padre y yo y que tanto influyó en nuestra relación familiar. Pensar cuántos valores habían sido aniquilados para que mi padre llegase a ser como era, para que se sintiera orgulloso de sus hazañas en tierras cristianas, ganando medallas, sumando abonos por méritos en campaña, supone para mí un gran esfuerzo, mayor aún si intento entenderlo y superarlo. Pensar que un período esencial de la historia de España fue destrozado por méritos de guerra, me hace sentir ridículo.
Como consta en su historial militar, mi padre se alistó en el Ejército Español un 24 de octubre del año 1930, nueve meses después de que cayese la dictadura de Primo de Rivera (1870-1930). Y es entonces cuando una gigantesca amargura comienza a apoderarse de mi propia conciencia histórica.
En el año 34, partió a Asturias para participar en el sofocamiento del glorioso levantamiento obrero y silenciar aquella «Sinfonía proletaria» compuesta por Carlos Chávez (1899-1978) el mismo año. Y luego, en el año 36, tomó el avión rumbo a la Península para derrocar a la República, para llegar finalmente a Madrid a bordo de un autobús, a principios de abril de 1939, tras tres largos años de guerra, una guerra que no era la suya.
El tomar conciencia del horror de todo aquello me escandalizó y me volvió loco de indignación y de rabia. Según mi manera de entender la historia de la «España esencial», los valores defendidos por los obreros en Asturias, allá en 1934, contra las fuerzas de Regulares –los mismos que se defendieron durante la contienda del 36-39– eran valores nobles, a diferencia de los defendidos por mi padre y los suyos.
Esos valores eran, para mi, la libertad contra el fascismo, la cultura contra la barbarie y, por tanto, la vida contra la muerte. En muchas ocasiones tuve que enfrentarme a mi padre, cara a cara, para reclamar mi derecho a una educación con «discusión» y no una educación de «sumisión». Él, que quiso educarme con las máximas del «fascismo» sin saberlo, mantenía siempre la opinión de que el hombre «más hombre» que había existido en toda la historia, fue el Generalísimo Franco (1892-1975), el «C'hriff» (noble o alguien perteneciente al linaje del Profeta Mohammad) –como le gustaría a mi padre llamarle– que supo ofrecer a su país lo que necesitaba, es decir mano dura.
Poco le faltó a mi padre para volver a utilizar ese calificativo de «hombre más hombre» referido esta vez al teniente coronel Tejero en su intentona golpista del 23 de febrero de 1981. Su versión de aquella intentona me sorprendió bastante: «Los hombres made in Franco –me dijo aquel día– fueron extinguidos por la transición democrática. Algún día, los españoles se arrepentirán de haber elegido la democracia en su país.»
Durante toda su vida, solía ser éste su remedio para los problemas en su propio país. Decía siempre que «si en España se supo sacar provecho de la mano dura, ese mismo sistema debería seguirse en Marruecos para lograr aquí lo que se había logrado allá». Pasados muchos años, he comprobado que han sido y son muchos los hombres que piensan igual que mi padre. Por eso tardó tanto en llegar la democracia a mi país. Ser testigo de toda una filosofía de vida basada en la «fuerza», la disciplina» y el «orgullo», cual era la filosofía llevada a cabo por mi padre y tantos hombres de su generación... Pensar en qué consistía su impacto sobre los valores de la «España esencial» durante la guerra civil, vivida por esos hombres con vitalidad juvenil, pero sin argumentos éticos ni religiosos... Pensar en todo ello, lleva a cualquiera que se considere amante de lo noble, de lo bello y de lo verdadero al deseo de pedir perdón a todos los representantes de esa España esencial.
Por eso, cuando se me presentó la oportunidad de visitar Gijón, homenajeé –a mi manera– a los allí caídos por las injusticias de una parte de España desde 1930 hasta 1975. Y creo, sinceramente, que estar al lado de los representantes de la España esencial, mantener su memoria viva, rendirles homenaje aunque sólo sea con un ramo de flores, pensando en sus sacrificios, elogiando sus ideales, devolviéndoles la dignidad de vivir en armonía consigo mismos, es lo mejor que se puede hacer para apaciguar este infierno de remordimientos que tenemos nosotros, los hijos y nietos de todos los que ofrendaron su sangre por una España mejor.
Pero, ¿sería eso útil sin pedirles disculpas? Considero que algún día debemos hacerlo en nombre de la sana conciencia histórica que deberíamos tener y en concordancia con nuestros deseos de hacer las paces con nuestros difuntos padres y abuelos que en paz descansen, y que en paz deberíamos dejar.

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