sábado, enero 06, 2018

                                               Amor  a  primer  suspiro.
                                    Ahmed Mgara (Réquiem en Tetuán)

Recuerdo que fue suficiente ver sus encantos por primera vez para caer en la red de sus enamoramientos.

Su ternura grácil y su sensualidad me hicieron olvidar una cita a la que no debía faltar y, aún así, me perdí en sus encantos llenando mis pupilas de su embrujo y beldades.
Y me ausenté de la cita.
Siempre la sentí distante por no saber, ella, del amor que yo le profesaba.
Yo era muy joven y ella ya había tenido y tejido aventuras y engaños en su pasado, pero yo sentía la obligación personal de amarla y desvivirme por ese amor imposible…me bastaba soñar con ella y con su afecto, que yo no poseía.
Para la barca de sus ojos cavé en el cielo un río con aroma marino y aguas de azahares.
De mis males de amor vertí las primeras estrofas y mis versos prematuros e inmaduros.
Quise ser poeta para deletrear en el azul del cielo los versos que nunca se escribieron y procuré escribir libros de cantos y de encantos deleitándome en sus quebrados sueños y en las preciosas piedras que cubrían el pecho de la más bella y preciosa de las joyas andalusíes.
Busqué la más roja de las flores para regalársela en la aurora de mis sueños, pero no hallé flor tan bella como la que ella llevaba en cada una de sus mejillas cada atardecer.
Me conformaba con besar la sombra encalada de sus mejías cansadas. 

Ella era biznaga y perenne flor de azahar sobre un naranjo colgado de un angelical altar.
Era dama apuesta y de elegante caminar, cabeza alta y mirada penetrantemente desafiadora: orgullosa con demasía y parsimoniosa en sus andares, llevaba sobre sus hombros las vivencias de tiempos mejores…se le fue yendo la belleza, pero se le quedaron los signos.
Ella fue mi musa y mi inspiración en mis años cruciales, y me daba igual que la gente supiera de mi inútil amor causándoles risas y mofas mi locura confesada.
Sobre la cal de las paredes escribía con trozos de carbón que la adoraba, tenía una foto suya bajo la almohada y me despertaba a media luz, cada alborada, para mirarla desde mi ventana, peinarse en el Feddán con su peine de plata.
Siempre quise despojarla de su enagua blanca y ver-ter sobre sus senos mis alegrías y las desgracias con que la vida me fue obsequiando.
Susurrar en sus oídos mis secretos e, incluso, declararla que la quería y que su ignorancia y petulancia hacia mis sentires eran mi desgracia.
Pasaron los años mientras fui creciendo y cerciorándome de que ella nunca llegaría a quererme como yo lo deseaba.
Muchas heridas tenía, ella, en cada entraña, según contaba la gente vieja del lugar, clavadas en el espejo roto de su alma y en el cual se miraba para contar sus arrugas.


Desvirgaron su inocencia de marfil y en fuego dañino tornaron su alma blanca.
Al igual que su destino, fueron crueles con ella.
Muchos la abrazaron con mantos de llamas, con brasas, quemando la retina de su andalusí mirada encandelada.
Tanto dio para, al final, quedarse sola y en el ostracismo abandonada.
Se llevaron de sus entrañas la ricura y finura de una gallarda moza andalusí venida, seguramente, del reino de Granada… y la dejaron en la nada.
De princesa se convirtió en moza despreciada.
Ni Alpujarras ni Dersa, sólo soledad y ante Dios postrada, pidiendo penitencia y justicia Divina.
Crecí y soñé con recordar aquel amor imposible que me enseñó mi callada amada.
No me arrepiento, por no haber sido correspondido.
Rezo por ella y a mi adorado Dios ruego, que se apiade de ella y acepte los eslabones y cadenas de su penitencia y sufrimientos.
Fue entonces cuando supe que ella, dejándose querer, me enseñó a amar… y la amo con todos los sentidos que poseo y con los que no tengo, también.

Así es Tetuán, la novia de Yebala y la princesa mediterránea que cultiva la blancura para alimentar con ella el resplandor de la morisca luna plateada.