Aromas de leyenda
[Sobre el libro Cáliz amaranto
de Paloma Fernández Gomá,
Madrid, Torremozas, 2005]
Finalista del Premio de la Crítica Andaluza en 2005, Paloma Fernández Gomá nos sorprende con un libro deslumbrante que seduce desde que penetras en sus páginas plenas de belleza metafórica y sintaxis surrealista. No hay más que allegarse a su arriesgada escritura para percibir ese difícil y no siempre accesible contraste entre fondo y forma, significante y significado, esencia y existencia.
No sé por qué extraña razón, que nunca he compartido conscientemente, me sabe este sentir poético a experiencia femenina, a poesía escrita por mujeres, a rabia contenida de espléndida belleza. Evocando la fastuosidad de los versículos, rayanos a la prosa poética, de Blanca Andréu o María Rosal, sin obviar las proclives preceptivas de Fanny Rubio, Pilar Sanabria, Valle Rubio o A. Francia, entre otras, la retórica poética de Paloma Fernández Gomá nos inmerge en un complejo universo de memorias y percepciones que, aun abstruso en su expresión envolvente, nos aleja de toda irreflexión o ignavia.
Cáliz Amaranto constituye un corpus cerrado donde la enunciación lírica del imaginario femenino es irrenunciable. Son concluyentes las citas de San Juan de la Cruz, Juan Ramón Jiménez y Pedro Salinas que introducen un texto pleno de alusiones míticas y legendarias, un texto investido por la disrupción de los esquemas sintácticos y el asombro de incontables asociaciones sirremáticas que transmiten un aura de misterio al lenguaje, una magia poco usual en el espacio de la poesía contemporánea, uniendo esta escritura a la de los novísimos con toda su carga culturalista e incluso al grupo cordobés Cántico tatuado por la fastuosidad léxica de algunos de sus componentes. Alusiones inequívocas a la Materia de Bretaña nos remiten a un cosmos no cerrado que vuelve siempre a descubrirnos formas de existencia; el eterno retorno nietzscheniano que nos aboca a la metempsicosis de las antiguas ideas, cosmogonías paganas en el límite de los fenotipos, los estenotipos y los símbolos, luminosas concepciones del mundo cuya llama no se extingue[1].
La figuración de una realidad literaria en el proceso de la reconstrucción poética tiene sus riesgos, sobre todo si quien se enfrenta a la recuperación de las formulaciones semiológicas y los procesos intertextuales carece de capacidad o conocimiento. Recordamos ahora el acierto global de Juana Castro cuando reconstruye el universo femenino de la Diosa Blanca, génesis del Universo en Narcisia; o cuando profundiza con derroches sensibles acerca del complejo mundo de las relaciones personales a través del dualismo libertad/esclavitud que se corresponde con finísima intuición en la trilogía cetrero/halcón/paloma de Arte de cetrería.
En el primer poema de Cáliz amaranto se contiene una de las historias más fascinantes de la literatura: la leyenda del Santo Grial, el cáliz que utilizó Cristo en la última cena para contener el vino, símbolo de su sangre que habría de ser derramada. Esta connotación evangélica ha inspirado una extensa mitología cuyo modelo arquetípico se sitúa en la epopeya cristiana de las Cruzadas medievales con todas sus sagas adyacentes. Paloma Fernández Gomá recupera esta simbología recurrente mostrándonos otros ángulos mucho más universales y futuribles: la imbricación de los diversos símbolos que se ajustan con mucha más eficacia y verdad a la realidad de las sociedades y las civilizaciones. Escoger el amaranto como adjetivo nominal de este cáliz explícitamente arraigado a la cultura cristiana implica una subversión, probablemente necesaria, acerca de los principios comúnmente considerados como inmutables. Repasemos la historia. El amaranto o ‘huautli’ procede de América y su cultivo se remonta a más de siete mil años. Tal vez fuera el pueblo maya el más precoz en cultivarlo y posteriormente lo introdujeron en su dieta, aztecas e incas, considerándola una planta sagrada, lo mismo que ocurriría con el maíz y la quínoa. Este carácter de religación sacra propició que los españoles prohibieran su cultivo ya que, al hecho demostrado de ver con malos ojos que las utilizaran en sus rituales, venía a añadirse la duda sobre la idoneidad alimenticia que sentían los cristianos hacia cualquier alimento del que no hablase la Biblia[2]. Significativamente, Paloma Fernández Gomá, elevando a rango universal valores denostados, establecerá un nuevo orden en la serie cíclica. El amaranto será ahora alimento nutricio de la infausta tierra de Camelot, despojada del cuerno de la abundancia. Sobre este circular motivo se inscriben otros poemas, aparentemente lejanos por su temática, y se asientan algunas de las más complejas derivaciones metafóricas, todas las que nos conducen a establecer la razón axial de este libro, que radica medularmente en la necesidad de mantener fértil el espíritu humano porque sólo así será posible la felicidad en este mundo:
Exhalará la tierra su extenso gemido emanante de luz
(…)
Más tarde se hallará el cáliz colmado para la ceremonia,
ceniciento y gris, cual copa de árbol.
(F. Gomá 2005:11)
Inscritas en el paisaje legendario se reproducen las memorias de los hechos y sus enseñas visibles, desde la realidad histórica del monasterio de Silos, en cuyo “lenguaje de signos fue tallada la piedra” (F. Gomá 2005:16), las ermitas de Soria, “donde crece el jaramago entre la piedra y el adobe”, o las inefables cruzadas llagando la piel híspida de Jerusalén (Ibid. 2005:25) hasta la reencarnación literaria del ave fénix mitológico, “que durante la noche no dormita” (Ibid. 2005:17), los trémulos cantos de las ninfas que liban el néctar más antiguo, ofrendándolos al rumor profundo de los bosques (Ibid. 2005:19), la fatiga de los guerreros que untaron su torso con el aceite de la victoria (Ibid. 2005:20), el esplendor de Hera “derramando el elixir de los dioses” (Ibid. 2005:34), o la sempiterna mirada de Caronte que vigila en las sombras cerradas de la muerte para conducirnos en el último viaje por las aguas fétidas de la laguna Estigia (Ibid. 2005:37-38).
Fernández Gomá nos obliga a penetrar en estos caminos ya hollados con nueva luz o con renovadas sombras. Cada época establece sus propias quimeras y es tarea común y sincrónica reinventar los mitos, arborecerlos en nuevas realidades, reconstruir con las delicuescencias del pasado un nuevo sistema que sustente, y hasta mejore, el futuro, sin que por ello obtengamos respuestas absolutas. Cuando Mónica Virasoro afirma que “los efluvios que emanan como símbolos de cosas y personas devienen fantasmagorías que hacen las veces de categorías sociales para una interpretación literaria del mundo” (Virasoro 2006:1), nos remite a la imposible restricción del pasado en la experiencia del presente; y aún más, nos predispone a pensar en el absurdo del nihilismo como motor de cualquier creación, avance o revolución humanas.
El poemario de Fernández Gomá nos evoca proteicas mitologías. Las concepciones clásicas se funden con los ecos románicos y nos transportan a las reminiscencias ancestrales de las gestas anglogermánicas. Eurasia y Gondwana renacen de nuevo para mostrarnos como todas las líneas que nos separan son eventuales y friables. Lo que ayer era, hoy ya no es. La antigua Eurasia se escindió hace ya mucho tiempo entre Asia y Europa; Gondwana nos transporta a otra luz ancestral desgajada en los no tan viejos continentes de África y América. No sé con certeza si los hechos se repiten. Si la metempsicosis nos aguarda tras la muerte para confirmar la teoría de los que aseveran que el déjà vu es un principio medular de la anagnórisis. No sé si la historia se trata de un proceso circular que por inercia o esencia se multiplica in infinitum. Pero sé que no quiero convertirme en un sonámbulo, aturdido por la locura de Nietzsche, al que la aparente verdad revelada en una de sus introspectivas caminatas por el lago Silplana, en la provincia de Sils Maria, sumió en un sordo miedo (Cf. Stöwhas 2005:1).
Lo cierto es que intentamos escapar de la muerte sin éxito probable. El eterno retorno es una falacia sin caminos. El tono épico que empapa el libro y le confiere en algún momento índole apocalíptica no es más que un modo de llamada, un toque de atención a las continuas señales de la finitud, una advertencia bíblica sobre el constante estado de vigilia que nos fuerza a mantener rebosantes de aceite las lámparas de las vírgenes (F. Gomá 2005:47). Arúspice de antiguas profecías que anuncian desastres verosímiles, nuestra autora nos remite a la inexcusable obligación del ser humano de proteger la vida y la palabra:
No existe poema donde habite
el hálito reseco de la contienda
ni nombre que sostenga el peso
donde habita la destrucción.
(F. Gomá 2005:53).
Esta poeta madrileña, que ejerce su profesión docente en Algeciras, muestra un inusual respeto por las culturas próximas del Mediterráneo que, con tanta saña, sufren las desigualdades de un mundo inarmónico[3]. La catarsis interior que impulsa a Paloma Fernández Gomá no es una mera impostura, trasparece en sus libros como un cuño, como un sello de identidad[4]. Esta percepción de la tierra yerma para algunos seres humanos imprime una fuerza, también inusitada, a los versos de quien proclama a voz en grito que sólo
la paz de los siglos es aquélla que nutre la lluvia
de savia núbil y hace renacer la siembra.
(F. Gomá 2005:27)
En definitiva lo que mueve a nuestra autora en este proceso de reconstrucción literaria es el deseo de despertar esa innata capacidad del ser humano de renacer de sus cenizas, ese denuedo para conquistar lo inconquistable, ese ansia no domada del amor con mayúsculas que a veces dejamos que se apague, cuando en el fondo todos sabemos que
sólo el eco eterno del amor posibilita la vida
y extrae del más profundo surco el flujo de la existencia
(F. Gomá 2005:20)
Manuel Gahete Jurado
Bibliografía
Fernández Gomá, P.: Cáliz Amaranto. Madrid, Torremozas, 2005.
Stöwhas R, R.: “La idea nietzscheniana del eterno retorno”, en http://foros.elaleph.com/viewtopic.php?t=10721.
Vicent Arnau, J.: “El amaranto” [En buenas manos, portal de salud y terapias naturales], en http://www.enbuenasmanos.com/articulos/muestra.asp?art=946.
Virasoro, M.: “Algunos textos de Mónica Virasoso: Kafka y el cine mudo”, en http://foros.elaleph.com/viewtopic.php?p=79767#top.
[1] Esta idea del eterno retorno se arrastraba ya con otros nombres, desde siglos atrás. Por ejemplo Platón, en uno de sus escritos, menciona el movimiento circular en que caen las almas, refiriéndose probablemente a la reencarnación o transmigración.
[2] Hoy en día el cultivo de quínoa y amaranto está tomando un gran auge ya que se están redescubriendo sus grandes propiedades. Aparte de producirse en países tradicionales como México, Perú o Bolivia ya hay otros que se han puesto manos a la obra como China, Estados Unidos o la India (V. http://www.enbuenasmanos.com/articulos/muestra.asp?art=946, p. 1).
[3] Paloma Fernández Gomá, entre otras muchas atribuciones, es miembro del Instituto de Estudios Campogibraltareños de la Mancomunidad de Municipios del Campo de Gibraltar y de la Fundación Al-Idrisi de cooperación hispano-marroquí; además de miembro de honor de la AEMLE (Asociación de Escritores Marroquíes en Lengua Española y con denuedo y éxito ha fundado y dirige la revista intercultural Tres orillas.
[4] Su producción poética abarca ya un nutrido conjunto de obras: El ocaso del girasol (1991), Calendas (1993), Sonata Floral (Premio Victoria Kent, 1999), Paisajes íntimos ((2000), Senderos de Sirio (Premio María Luz Sierra, 2000), Umbral de vigilias (2000), Lucernas para Jericó (2003) y Tamiz del desasosiego (2003).
[Sobre el libro Cáliz amaranto
de Paloma Fernández Gomá,
Madrid, Torremozas, 2005]
Finalista del Premio de la Crítica Andaluza en 2005, Paloma Fernández Gomá nos sorprende con un libro deslumbrante que seduce desde que penetras en sus páginas plenas de belleza metafórica y sintaxis surrealista. No hay más que allegarse a su arriesgada escritura para percibir ese difícil y no siempre accesible contraste entre fondo y forma, significante y significado, esencia y existencia.
No sé por qué extraña razón, que nunca he compartido conscientemente, me sabe este sentir poético a experiencia femenina, a poesía escrita por mujeres, a rabia contenida de espléndida belleza. Evocando la fastuosidad de los versículos, rayanos a la prosa poética, de Blanca Andréu o María Rosal, sin obviar las proclives preceptivas de Fanny Rubio, Pilar Sanabria, Valle Rubio o A. Francia, entre otras, la retórica poética de Paloma Fernández Gomá nos inmerge en un complejo universo de memorias y percepciones que, aun abstruso en su expresión envolvente, nos aleja de toda irreflexión o ignavia.
Cáliz Amaranto constituye un corpus cerrado donde la enunciación lírica del imaginario femenino es irrenunciable. Son concluyentes las citas de San Juan de la Cruz, Juan Ramón Jiménez y Pedro Salinas que introducen un texto pleno de alusiones míticas y legendarias, un texto investido por la disrupción de los esquemas sintácticos y el asombro de incontables asociaciones sirremáticas que transmiten un aura de misterio al lenguaje, una magia poco usual en el espacio de la poesía contemporánea, uniendo esta escritura a la de los novísimos con toda su carga culturalista e incluso al grupo cordobés Cántico tatuado por la fastuosidad léxica de algunos de sus componentes. Alusiones inequívocas a la Materia de Bretaña nos remiten a un cosmos no cerrado que vuelve siempre a descubrirnos formas de existencia; el eterno retorno nietzscheniano que nos aboca a la metempsicosis de las antiguas ideas, cosmogonías paganas en el límite de los fenotipos, los estenotipos y los símbolos, luminosas concepciones del mundo cuya llama no se extingue[1].
La figuración de una realidad literaria en el proceso de la reconstrucción poética tiene sus riesgos, sobre todo si quien se enfrenta a la recuperación de las formulaciones semiológicas y los procesos intertextuales carece de capacidad o conocimiento. Recordamos ahora el acierto global de Juana Castro cuando reconstruye el universo femenino de la Diosa Blanca, génesis del Universo en Narcisia; o cuando profundiza con derroches sensibles acerca del complejo mundo de las relaciones personales a través del dualismo libertad/esclavitud que se corresponde con finísima intuición en la trilogía cetrero/halcón/paloma de Arte de cetrería.
En el primer poema de Cáliz amaranto se contiene una de las historias más fascinantes de la literatura: la leyenda del Santo Grial, el cáliz que utilizó Cristo en la última cena para contener el vino, símbolo de su sangre que habría de ser derramada. Esta connotación evangélica ha inspirado una extensa mitología cuyo modelo arquetípico se sitúa en la epopeya cristiana de las Cruzadas medievales con todas sus sagas adyacentes. Paloma Fernández Gomá recupera esta simbología recurrente mostrándonos otros ángulos mucho más universales y futuribles: la imbricación de los diversos símbolos que se ajustan con mucha más eficacia y verdad a la realidad de las sociedades y las civilizaciones. Escoger el amaranto como adjetivo nominal de este cáliz explícitamente arraigado a la cultura cristiana implica una subversión, probablemente necesaria, acerca de los principios comúnmente considerados como inmutables. Repasemos la historia. El amaranto o ‘huautli’ procede de América y su cultivo se remonta a más de siete mil años. Tal vez fuera el pueblo maya el más precoz en cultivarlo y posteriormente lo introdujeron en su dieta, aztecas e incas, considerándola una planta sagrada, lo mismo que ocurriría con el maíz y la quínoa. Este carácter de religación sacra propició que los españoles prohibieran su cultivo ya que, al hecho demostrado de ver con malos ojos que las utilizaran en sus rituales, venía a añadirse la duda sobre la idoneidad alimenticia que sentían los cristianos hacia cualquier alimento del que no hablase la Biblia[2]. Significativamente, Paloma Fernández Gomá, elevando a rango universal valores denostados, establecerá un nuevo orden en la serie cíclica. El amaranto será ahora alimento nutricio de la infausta tierra de Camelot, despojada del cuerno de la abundancia. Sobre este circular motivo se inscriben otros poemas, aparentemente lejanos por su temática, y se asientan algunas de las más complejas derivaciones metafóricas, todas las que nos conducen a establecer la razón axial de este libro, que radica medularmente en la necesidad de mantener fértil el espíritu humano porque sólo así será posible la felicidad en este mundo:
Exhalará la tierra su extenso gemido emanante de luz
(…)
Más tarde se hallará el cáliz colmado para la ceremonia,
ceniciento y gris, cual copa de árbol.
(F. Gomá 2005:11)
Inscritas en el paisaje legendario se reproducen las memorias de los hechos y sus enseñas visibles, desde la realidad histórica del monasterio de Silos, en cuyo “lenguaje de signos fue tallada la piedra” (F. Gomá 2005:16), las ermitas de Soria, “donde crece el jaramago entre la piedra y el adobe”, o las inefables cruzadas llagando la piel híspida de Jerusalén (Ibid. 2005:25) hasta la reencarnación literaria del ave fénix mitológico, “que durante la noche no dormita” (Ibid. 2005:17), los trémulos cantos de las ninfas que liban el néctar más antiguo, ofrendándolos al rumor profundo de los bosques (Ibid. 2005:19), la fatiga de los guerreros que untaron su torso con el aceite de la victoria (Ibid. 2005:20), el esplendor de Hera “derramando el elixir de los dioses” (Ibid. 2005:34), o la sempiterna mirada de Caronte que vigila en las sombras cerradas de la muerte para conducirnos en el último viaje por las aguas fétidas de la laguna Estigia (Ibid. 2005:37-38).
Fernández Gomá nos obliga a penetrar en estos caminos ya hollados con nueva luz o con renovadas sombras. Cada época establece sus propias quimeras y es tarea común y sincrónica reinventar los mitos, arborecerlos en nuevas realidades, reconstruir con las delicuescencias del pasado un nuevo sistema que sustente, y hasta mejore, el futuro, sin que por ello obtengamos respuestas absolutas. Cuando Mónica Virasoro afirma que “los efluvios que emanan como símbolos de cosas y personas devienen fantasmagorías que hacen las veces de categorías sociales para una interpretación literaria del mundo” (Virasoro 2006:1), nos remite a la imposible restricción del pasado en la experiencia del presente; y aún más, nos predispone a pensar en el absurdo del nihilismo como motor de cualquier creación, avance o revolución humanas.
El poemario de Fernández Gomá nos evoca proteicas mitologías. Las concepciones clásicas se funden con los ecos románicos y nos transportan a las reminiscencias ancestrales de las gestas anglogermánicas. Eurasia y Gondwana renacen de nuevo para mostrarnos como todas las líneas que nos separan son eventuales y friables. Lo que ayer era, hoy ya no es. La antigua Eurasia se escindió hace ya mucho tiempo entre Asia y Europa; Gondwana nos transporta a otra luz ancestral desgajada en los no tan viejos continentes de África y América. No sé con certeza si los hechos se repiten. Si la metempsicosis nos aguarda tras la muerte para confirmar la teoría de los que aseveran que el déjà vu es un principio medular de la anagnórisis. No sé si la historia se trata de un proceso circular que por inercia o esencia se multiplica in infinitum. Pero sé que no quiero convertirme en un sonámbulo, aturdido por la locura de Nietzsche, al que la aparente verdad revelada en una de sus introspectivas caminatas por el lago Silplana, en la provincia de Sils Maria, sumió en un sordo miedo (Cf. Stöwhas 2005:1).
Lo cierto es que intentamos escapar de la muerte sin éxito probable. El eterno retorno es una falacia sin caminos. El tono épico que empapa el libro y le confiere en algún momento índole apocalíptica no es más que un modo de llamada, un toque de atención a las continuas señales de la finitud, una advertencia bíblica sobre el constante estado de vigilia que nos fuerza a mantener rebosantes de aceite las lámparas de las vírgenes (F. Gomá 2005:47). Arúspice de antiguas profecías que anuncian desastres verosímiles, nuestra autora nos remite a la inexcusable obligación del ser humano de proteger la vida y la palabra:
No existe poema donde habite
el hálito reseco de la contienda
ni nombre que sostenga el peso
donde habita la destrucción.
(F. Gomá 2005:53).
Esta poeta madrileña, que ejerce su profesión docente en Algeciras, muestra un inusual respeto por las culturas próximas del Mediterráneo que, con tanta saña, sufren las desigualdades de un mundo inarmónico[3]. La catarsis interior que impulsa a Paloma Fernández Gomá no es una mera impostura, trasparece en sus libros como un cuño, como un sello de identidad[4]. Esta percepción de la tierra yerma para algunos seres humanos imprime una fuerza, también inusitada, a los versos de quien proclama a voz en grito que sólo
la paz de los siglos es aquélla que nutre la lluvia
de savia núbil y hace renacer la siembra.
(F. Gomá 2005:27)
En definitiva lo que mueve a nuestra autora en este proceso de reconstrucción literaria es el deseo de despertar esa innata capacidad del ser humano de renacer de sus cenizas, ese denuedo para conquistar lo inconquistable, ese ansia no domada del amor con mayúsculas que a veces dejamos que se apague, cuando en el fondo todos sabemos que
sólo el eco eterno del amor posibilita la vida
y extrae del más profundo surco el flujo de la existencia
(F. Gomá 2005:20)
Manuel Gahete Jurado
Bibliografía
Fernández Gomá, P.: Cáliz Amaranto. Madrid, Torremozas, 2005.
Stöwhas R, R.: “La idea nietzscheniana del eterno retorno”, en http://foros.elaleph.com/viewtopic.php?t=10721.
Vicent Arnau, J.: “El amaranto” [En buenas manos, portal de salud y terapias naturales], en http://www.enbuenasmanos.com/articulos/muestra.asp?art=946.
Virasoro, M.: “Algunos textos de Mónica Virasoso: Kafka y el cine mudo”, en http://foros.elaleph.com/viewtopic.php?p=79767#top.
[1] Esta idea del eterno retorno se arrastraba ya con otros nombres, desde siglos atrás. Por ejemplo Platón, en uno de sus escritos, menciona el movimiento circular en que caen las almas, refiriéndose probablemente a la reencarnación o transmigración.
[2] Hoy en día el cultivo de quínoa y amaranto está tomando un gran auge ya que se están redescubriendo sus grandes propiedades. Aparte de producirse en países tradicionales como México, Perú o Bolivia ya hay otros que se han puesto manos a la obra como China, Estados Unidos o la India (V. http://www.enbuenasmanos.com/articulos/muestra.asp?art=946, p. 1).
[3] Paloma Fernández Gomá, entre otras muchas atribuciones, es miembro del Instituto de Estudios Campogibraltareños de la Mancomunidad de Municipios del Campo de Gibraltar y de la Fundación Al-Idrisi de cooperación hispano-marroquí; además de miembro de honor de la AEMLE (Asociación de Escritores Marroquíes en Lengua Española y con denuedo y éxito ha fundado y dirige la revista intercultural Tres orillas.
[4] Su producción poética abarca ya un nutrido conjunto de obras: El ocaso del girasol (1991), Calendas (1993), Sonata Floral (Premio Victoria Kent, 1999), Paisajes íntimos ((2000), Senderos de Sirio (Premio María Luz Sierra, 2000), Umbral de vigilias (2000), Lucernas para Jericó (2003) y Tamiz del desasosiego (2003).
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