BAJO EL BALCON DE LUCY
Por: Ahmed Mgara
Saad, Pedro y Moisés se conocieron mediada la década prodigiosa de los
cincuenta cuando tenían, cada uno, cinco años. Los tres nacieron en 1950.
Saad era huérfano de padre,
fallecido poco después de nacer, e hijo de lalla Safia, una mujer luchadora por
su único hijo y que trabajaba de limpiadora en diversas tiendas de la Luneta
todas las mañanas. Saad, pese a su temprana edad, no estudiaba, sino que
trabajaba de mozo con un peluquero en la calle Saquia Fokiya para poder traer a
casa algunas monedas cada tarde.
Pedro era hijo de Guardia Civil, don Facundo y de doña Carmen, una
peluquera muy conocida a la que acudían mujeres de la clase media de la ciudad
por su buen oficio y los asequibles precios. Pedro estudiaba en el José Antonio, muy cerca de donde vivía.
Moisés era hijo del señor Jacobo y la señora Violeta, un matrimonio que regentaba una
tienda de ultramarinos en la Judería, y estudiaba en la Alianza
Los tres chicos se conocieron una mañana dominguera jugando en la
Plaza del Feddan y desde entonces se hicieron amigos y se encontraban cuando el
tiempo se lo permitía.
Tenían un lugar donde se encontraban cuando se citaban. Siempre el
mismo lugar, detrás de la Torres Quevedo, bajo el balcón de Lucy.
Cuando por las tardes salían Moisés y Pedro de clase esperaban a su
amigo Saad para compartir con él la merienda que sus madres les habían
preparado previamente. Moisés y Pedro llevaban sus maletas a sus casas,
recogían su bocadillo (generalmente un pedazo de pan con un trozo de chocolate
dentro) y salían corriendo para reencontrarse con su amigo Saad.
Muchas veces iban a Plaza Primo para jugar, otras veces iban a la
Plaza del Feddan y, solo de vez en cuando, iban al Jardín de los Enamorados. El
juego que más les divertía era molestar a las parejitas de novios que
pretendían estar juntos a escondidas.
En verano se colgaban muy temprano
en alguna locomotora de tren e iban al Rincón o a Río Martín gratis. Así
ahorraban las pesetillas que tenían para pasar el fin de semana.
Saad asistía a las fiestas de cumpleaños que celebraban anualmente sus
dos amigos. El nunca llegó a celebrar su cumpleaños porque los medios
económicos no se lo permitían, además de vivir en una casa compartida donde su
madre alquiló una habitación.
Crecieron los tres amigos y, cuando Pedro terminó el bachillerato se
fue a España a Estudiar, coincidiendo con el traslado de su padre a Irún. Pedro
se matriculó en una Facultad de Bilbao y desde esa ciudad estuvo enviando
cartas a sus amigos cada final de mes. En ellas les contaba cómo era la vida en
esa ciudad y sus aventuras juveniles.
Moisés, mientras, dejó los estudios y sustituyó a su padre, enfermo,
en la tienda turnándose con su madre, mientras que Saad iba de aprendiz de
taller en taller, trabajando con un electricista, un albañil, un fontanero,
como chico de recados en varias tiendas, hizo de botones en el Casino Español y
un montón de trabajos esporádicos y muy mal pagados. Pero, gracias a su
inteligencia, pudo aprender un poco de cada una de las profesiones e iba
luchando para ganar unas pesetas que le permitían ayudar a su madre a sufragar
los gastos del hogar y poder comprarle a un soldado (que no fumaba) su
cajetilla de tabaco negro.
Moisés y Saad siguieron viéndose pese a que Pedro estuviese en España
estudiando. Eran como hermanos. Si las circunstancias se lo permitían, estaban
siempre juntos.
Siguieron citándose bajo el balcón de Lucy los dos amigos incluso ya
de mayores y cierta tarde de un domingo, Saad acudió a la cita acostumbrada
para encontrarse con Moisés pero, éste no llegó.
Saad esperó media hora y, al ver que su amigo Moisés no aparecía,
pensó que su amigo tendría mucho trabajo en la tienda o que su madre no pudo ir
a atender el negocio, y decidió ir a la tienda para enterarse de lo que podía
estar pasando, por si era grave.
Al llegar a la tienda la encontró cerrada. Preguntó al Abdeslam, el
tendero de enfrente, por Moisés y por su
madre. Abdeslam le dijo que en todo el día no habían abierto la tienda. Saad,
pensando lo peor, se dirigió hacia la casa de su amigo para enterarse de lo que
podía estar pasando. Llamó a la puerta sin éxito.
Saad iba a diario, varias veces a ver si la tienda estaba abierta o si
le abrían la puerta, su amigo o su madre hasta que, pasados seis días recibió
una carta en la que su amigo Moisés le anunciaba que estaba en Valencia con sus
padres y que iban a embarcar hacia Venezuela. Moisés se disculpaba por no haber
avisado porque así se lo habían aconsejado.
Saad perdió la cercanía de su otro amigo. Se le vino el mundo encima.
En un año perdió a sus dos amigos, más que hermanos. Uno para estudiar y otro
por razones que no llegaba a entender. Su orfandad se hizo más notoria al
quedarse sin la compañía de esos dos amigos de siempre.
Saad, desde entonces, iba siempre a esa esquina, bajo el balcón de
Lucy, y se quedaba parado junto a la tienda de ultramarinos. Esperando a sus
dos amigos, sumergido en los recuerdos compartidos por los tres. La soledad iba
creciendo en él, lo que intentaba superar yendo a los mismos lugares donde
solían ir juntos los tres amigos.
Muchas veces se sentaba en la acera o se apoyaba sobre alguna pared
para ver pasar a los grupos de amigos compartir su felicidad. Sentía envidia de
sus alegrías, muy similares a las que él tenía con sus amigos de antes.
Saad dejó de recibir las cartas que Pedro le enviaba a él y a Moisés a
la tienda pero siguió recibiendo las que Moisés enviaba esporádicamente desde
Venezuela. Cada vez estaba más sólo y sentía su soledad con más dolor… hasta
que dejó de recibirlas por su inestabilidad.
Si Saad no estaba sentado bajo el balcón de Lucy, estaba yendo y
volviendo entre la sinagoga y la iglesia a las que iban sus amigos, vagaba por
las calles que recorrían juntos en tiempos pasados, recordando sus travesuras y
mejores recuerdos.
Aquél 1968 iba a ser crucial para Saad. Falleció su madre, atropellada
por el trolebús frente al Hospital Militar y de tanta tristeza y soledad, dejó
de ir a trabajar y, en vez de fumar tabaco solo, empezó a fumar hierbas
prohibidas y a tomar bebidas alcohólicas en exceso. Se hizo adicto y bebedor.
Los vecinos de la casa donde vivía lo echaron de esa habitación y se
quedó en la calle.
La noche la pasaba en las Escaleras de La Hermandad y el día lo pasaba
en los aledaños de la iglesia de Plaza Primo. Esto durante lustros y décadas.
Pedro, que estaba en Bilbao estudiando, se licenció como médico pocos
años después.
Moisés, una vez en Venezuela, se estableció en un negocio familiar
consiguiendo abrirse camino para montar su propio negocio. Una fábrica que le
dio estabilidad económica y medios para viajar por varios países.
Cierta mañana, leyendo en un periódico local las noticias, se enteró de
que un ilustre médico español iba a pasar unos días en la Universidad para dar
conferencias a los estudiantes. Ese ilustre médico era su amigo de la niñez y
de la juventud, Pedro.
Moisés se trasladó hasta la Universidad y se plantó en la puerta
principal antes de llegar los mismos funcionarios y estudiantes. Estaba
impaciente para reencontrarse con su amigo Moisés casi cuarenta años después.
Moisés, al ver llegar a su amigo subir las escaleras de la Facultad,
lo reconoció y se plantó delante de él dándole los buenos días. Pedro le
devolvió el saludo sin reconocerlo pero Moisés siguió fijando su mirada en los
ojos de Pedro. Disculpe ¿Nos conocemos? pregunto a Moisés.
“Ya sé que no estábamos citados, contestó Moisés, pero es lo mismo que
nos encontremos aquí aunque no sea debajo del balcón de Lucy”.
Pedro reconoció a Moisés y el abrazo que se dieron fue tremendo. No se
separaron durante el tiempo que Pedro estuvo en Venezuela.
Pedro y Moisés, cuando se disponían a despedirse en el aeropuerto
acordaron encontrarse en Madrid, que era donde trabajaba Pedro, para ir a
Tetuán y buscar a su amigo Saad, lo que acordaron para un par de semanas
después.
Efectivamente, Moisés fue a Madrid para encontrarse con Pedro y de ahí
se fueron a Tetuán donde se establecieron en el hotel Nacional, en pleno centro
de la ciudad. Salieron en busca de su amigo Saad preguntando en las tiendas y
talleres donde trabajó más de cuarenta años antes pero nadie tenía constancia
de él hasta que se les ocurrió preguntar en la tienda de ultramarinos junto a
la cual solían encontrarse.
Entraron y Moisés preguntó al dependiente: “Buenas tardes, buscamos a
un amigo llamado Saad y al que no hemos visto desde hace cuarenta años”
El señor se quedó mirando a los dos y les preguntó, melancólico: ¿Son
ustedes Moisés y Pedro?
La sorpresa de los dos fue mayúscula ya que el dependiente era muy
joven y se extrañaron de que mencionase sus nombres.
Pedro, exhausto preguntó al joven de la tienda: “Si señor. Somos
Moisés y Pedro ¿Cómo nos reconoció?
“Verá usted, señor, respondió el tendero, Saad estaba siempre aquí al
lado de la puerta, esperando vuestra llegada, según decía él. Siempre creímos
que era un loco que imaginaba que tenía amigos inventados que esperaba llagasen
a verle… ahora me doy cuenta que era cierto lo que contaba y decía… pobre Saad”.
¿Y dónde podemos encontrarlo, por favor? Preguntó Moisés.
Lo siento, respondió el tendero, falleció ayer, bajo el balcón de Lucy
y lo enterramos hoy a media tarde.